La obra de teatro que dura 5 horas y no sólo no aburre: es conmovedora
Ernesto Tenembaum / 27 de Junio 2017 / Argentina
"Todo saldrá bien", la singular pieza del francés Joël Pommerat, constituye toda una experiencia y aún puede verse tres veces más en la sala Martín Coronado del Teatro San Martín. La trama transcurre en los días previos a la revolución francesa, con el pueblo movilizado en las calles. Las preguntas y debates que se ven en escena siguen vigentes, incluso en la más cercana actualidad política.
En la vida a uno se le abren, por causas misteriosas e inquietantes, algunas puertas y se le cierran otras. Lamentablemente, a mí no se me abrió la del teatro. En general, cuando voy a ver una obra, me descubro pensando en otra cosa, desconcentrado o, a veces, en el teatro comercial, riendo frente a escenas que, al rato, ya olvidé. Ciertas personas a mi alrededor no comparten esa limitación. Así es que el sábado pasado intenté conseguir entradas para alguna de las obras más taquilleras. No había butacas contiguas ni buena ubicación.
Entonces recordé que un tiempo atrás, Jorge Telerman, el nuevo director del complejo teatral de la ciudad, me había dicho: "Tenés que venir al San Martín. No solo por la reforma que se hizo. Hay obras muy buenas". Lo llamé. Me contestó con un whatsapp hilarante: "Lo mejor que hay hoy es una obra increíble. Pero tiene dos problemas. El primero es que los actores hablan en francés. Hay una pantalla donde se leen los subtítulos. Pero puede ser una molestia. El segundo es más grave: ¡dura cinco horas!".
Pensé que estaba loco. ¿Quién podría sentarse cinco horas en un teatro a ver una obra en francés? Solo un marciano.
—Paso —le dije—. ¿No hay algo más normal?
—No te lo pierdas —respondió él—. La obra tiene dos intervalos. Cada acto dura como una obra normal. Si te aburrís, te vas en un intervalo. Nadie se va a ofender.
El sábado pasado a las 7 de la tarde entré, seguro de que a las nueve estaría cenando por ahí. Salí a las doce de la noche, conmovido, con la sensación de haber visto algo inolvidable, de haber presenciado un hecho artístico de enorme magnitud, feliz de haber aceptado el consejo.
La obra se llama Todo saldrá bien. La trama se desarrolla en los días previos a la revolución francesa. El pueblo está movilizado en la calle. Los comités barriales se organizan. El rey no sabe cómo manejar una situación límite, donde los franceses empiezan a discutir su autoridad. Francia está quebrada. No hay alimentos en los negocios. La burguesía pide que se exima de subsidios a los nobles y a la Iglesia. Todo está en discusión. El ejército se moviliza. Cientos de personas mueren en la represión. Pero el pueblo movilizado empieza a hacer justicia por mano propia: todo el tiempo hay noticias de funcionarios que son decapitados en las calles. Y en un recinto cerrado, algunos cientos de representantes conforman por primera vez la Asamblea Nacional, que se apresta a redactar, en medio de ese caos, la declaración de los derechos del hombre, uno de los textos más influyentes de la civilización occidental contemporánea.
La obra, básicamente, narra el debate en esa Asamblea. Pero tiene una originalidad inesperada que se empieza a sentir en los primeros minutos: el espectador se sorprende al escuchar aplausos y abucheos, en medio de algunos discursos de representantes. Es como si, de repente, las barras estuvieran en el fondo del teatro. Y así es como, progresivamente, el escenario empieza a desaparecer. No es que no exista una zona más alta y destacada que las otras. Es algo distinto: el teatro entero se transforma en un recinto parlamentario. Y entonces, de todas partes del público, aparecen diputados: gritan, discuten entre ellos, se insultan, se agarran a trompadas. Por momentos, uno no sabe hacia dónde mirar.
El lugar que habitualmente se usa como escenario es transformado, apenas, en la cabecera del recinto. Allí están las autoridades de la Asamblea, y un micrófono que utilizan los diputados a los que les corresponde formalmente el uso de la palabra. Pero eso no se cumple nunca, porque el clima es tan tenso que nadie respeta las normas. La iluminación ayuda mucho a la transformación del espacio. Por momentos, por ejemplo, cuando los gritos y las intervenciones llegan de todas partes, el teatro entero aparece iluminado. A uno le dan ganas de aplaudir algunos discursos, de abuchear otros. Algunas crónicas cuentan que el público francófono muchas veces interviene para dar su opinión. El clima se completa con los ruidos que llegan de afuera: estruendos, murmullos de multitudes, transmiten la sensación de que la discusión en cualquier momento termina en una tragedia.
Ese vertiginoso cambio de las formas sirve para envolver un contenido llamativamente actual. En la asamblea están los que prefieren mantener el orden vigente, los que impulsan una profunda revolución social, y los que, en el medio de ambos, defienden un cambio moderado, hacia el respeto de los derechos humanos y la democracia pero sin que las cosas se vayan de las manos. Esa discusión teórica pasa permanentemente al campo de la agresión personal porque todo el mundo tiene cuentas pendientes, todo el mundo defiende algún derecho que cree inalienable, lleva a extremos su posición, teme por su vida y la de los suyos. Y, sobre todo, le teme al otro.
La palabra traición surca el ambiente y rebota a ambos lados de la grieta.
Una de las discusiones más dramáticas se produce cuando la asamblea recibe noticias de que, afuera, el pueblo enardecido comenzó a decapitar a funcionarios del régimen. La líder del sector radical explica que eso es condenable pero entendible, dado el sufrimiento que ha padecido el pueblo durante siglos, dados los muertos inocentes que debió velar, y las humillaciones que tuvo que soportar. "¿Pero qué es esta manera de banalizar la muerte?", la cruza un liberal, quien explica, abatido, que él luchó para que nadie matara a nadie y no para que intercambiaran el rol los asesinos y las víctimas. En un momento, a uno de los diputados le llega la noticia de que figura en una lista negra de personas que deben ser asesinadas por el pueblo. Entonces encara a los integrantes del comité barrial del que él mismo surgió. "Ustedes son unos traidores al pueblo. Merecen morir", le grita uno de sus ex compañeros.
—Pero, ¿no te das cuenta de que si se impone el método de las listas negras, en la próxima lista estás vos? ¿Quién arma esas listas? ¿Cómo sabés que los asesinatos serán justos?
Es imposible sintetizar todos esos debates en un par de párrafos, sobre todo si se tiene en cuenta que la función dura cinco horas. En un momento del recorrido, uno tiene la sensación de que la duración no es un capricho: que es necesaria para que el espectador se despegue de lo que pasa fuera de la sala y entre en esa historia completamente. Eso me ocurrió. Cuando salí, a las 12, recordé que en esas horas cerraban las listas para estas elecciones. Soy periodista político. No me hubiera pasado, creo, ni siquiera si Estudiantes de La Plata jugaba una final.
Si alguien quiere saber algo más sobre el autor, deberá guglear un poco: se llama Joël Pommerat. Escribe desde los doce años. Y dicen los que saben que está revolucionando el teatro europeo.
Yo, de esto, no entiendo nada. Solo sé que me fui del teatro fascinado. Y que desde entonces se la recomiendo a todo el mundo: el que quiere puede ir el miércoles, el jueves o el viernes. Después, se van. Ir al cine o al teatro, muchas veces es una experiencia banal y olvidable. Todo va a salir bien es, exactamente, todo lo contrario.
Merci.
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